Salpicaron
mi infancia con esporas de mis raíces para que no las olvidara,
la
letra de un tango colgada a mi cuello como la medallita eterna de mis orígenes;
los
pasos efímeros de un baile sobre los pies de un abuelo donde el tango era la
religión que no profesaba a otro Mesías
que no fuera un Carlos Gardel inmortalizado.
El olor
al mate de la mañana, las medias lunas esperadas en la tarde cuando la tía Betty
venía fielmente a enseñarme los colores en inglés, con el cuentito del
"subte" que me compraba para que empezara a leer antes de ir a la
escuela.
Y la
abuela enseñándome a danzar el Danubio Azul con los vinilos pesados de aquel
tocadisco que a saber como llegó a casa. Y girábamos desde mi sonrisa llena y
su mirada aireada y seria sobre mi cabeza, que no le llegaba aún al ombligo,
dándole al baile la solemnidad que mi abuelo solo le otorgaba al tango, y que
bajo su mirada el vals solo alcanzaba la categoría de subalterno para
contrariedad de mi abuela. Pero yo disfrutaba ese enfrentamiento porque me beneficiaba
de ese esmero de cada uno por enseñarme lo mejor que podía de su afición o su
religión a esta vida.
Y la
infancia pasaba en bañera esmaltada de tranquilidad para que no supiera que las
ausencias marcaban diferencias. Pero mi gato blanco, sabio por naturaleza,
guiñaba los momentos en que la veta de tristeza asomaba en mi mirada, y
descubría la verdad, y respondiendo a su misión en esta Tierra, restregaba su
cabeza en mis labios, guardando mis sueños por las noches a los pies de mi
cama.
Recuerdo
el viejo árbol de un jardín compartido, al que no me dejaban trepar porque era
muy pequeña y yo lo miraba cada que cumplía años, y me decía "ya falta
menos para que te suba", pero no me dejaron cumplir mi promesa, y me
arrancaron de su simiente antes de cumplir esa edad en la que tal vez ya era
lícito trepar para una niña. A cambio le dejé a Diana, mi tortuga de tierra que
se escondió a hibernar sin saber que nos íbamos y que no había tiempo de espera
para otra primavera, siempre imaginé que Diana se iba a encontrar perdida
cuando saliera de su escondite y no me encontrara, siempre sentí que mi gato,
Monito, no entendería porqué le abandoné en un refugio después de darme su vida
entera, porque a su edad, su corazón no iba a resistir la travesía en barco a
otra vida que me esperaba allá en el horizonte que nunca terminaba, y fue
entonces cuando él también se convirtió en ausencia.
Qué
corta era mi vida para ya dejar atrás tantos recuerdos.
Y me
convertí con los años en tanatoesteticista, maquillando recuerdos que
mantuvieran la frescura de la vida que en aquellos momentos era capaz de
atesorar.
LilianaTA©Octubre2014