Llega un momento en la vida en que el dolor
se hace compañero de viaje sin haberle invitado a serlo. Se ha ido instalando
sin permiso, sutilmente, al principio resultaba preocupante, con el tiempo todo
se ha ido acomodando a su alrededor y una deja de hacer cosas, para incorporar
otras que lo mitiguen. El gesto se vuelve vetusto sin forzarlo, y hasta el
esfuerzo de caminar lleva un quejido sordo acompañado.
Cada día un nuevo dejar de hacer. Cada día un
gesto que se va alargando en el tiempo, y terminamos perdiendo la agilidad del
movimiento, la sonrisa de las gracias, la rosca del zarcillo que no entra a la
primera y ya lo dejamos, la precisión de los dedos que no siguen el lápiz de
ojo, la hebilla del zapato que se vuelve tozuda y dejas de usarlos, olvidas la
llaves en la puerta del coche un día tras otro, las gafas aferradas a tu cabeza
y que buscas desesperada por el escritorio, olvidas poner el despertador,
felicitar a una amiga, la cita del médico porque también ya olvidas la agenda
que en los últimos años ha sido más que una libreta, a veces ha sido la
confidente que te ha servido para parar
en la carretera y escribirle lo que en ese momento necesitas gritar y no tienes
a quién, y que sabes que en la curva siguiente ya no recuerdas.
La vida se cambia sin pedirlo. Te lleva por
delante casi sin respeto con la promesa de que tiempos mejores te esperan, no
sabes cuándo, ni cuáles, ni mejores para quién y mientras deglutes cada
instante con la fiereza de la primera vez, y la parsimonia de la última que
nunca sabes cuando va a ser.
Camino, me paro, callo, grito, observo,
espero, no espero, pienso, siento, siento y pienso, me siento, me acuesto, me
cierro, me entrego, lloro y no puedo, pregunto, ignoro, no quiero saber, busco, espero, no espero, me
enojo, respiro, sonrío y camino.
Abro los ojos al amanecer de cada día, y abro
los brazos al oscurecer de cada noche, en unos doy la bienvenida, en el
siguiente agradezco la inmensidad de la vida.
Cada que transito en mi coche en ese ida y
vuelta constante en que acuno mi historia diaria, me paro ante las lagartijas
perezosas que no cruzan rauda la carretera, o ante la rata despistada que dejó
atrás un trofeo, o la ternura disfrazada en el erizo de turno, el perro
vagabundo o abandonado, el intrépido e imprudente gato, la lechuzilla nocturna
que se abalanza al parabrisa para hacerme frenar en seco ante tanta maravilla,
o parar en cualquier curva para adorar envidiablemente adorar a la aguililla
majestuosa que sobrevuela el valle, y me grita con su graznido que nada es lo
que mi mente me dicta, que solo vale la pena ese justo momento en que la admiro,
ese justo momento en que dejo de apretar el acelerador del coche y en esos
guiños que me da la vida y que me hacen sonreír sin proponérmelo, me susurra un
“shhh...todo marcha como debe marchar”,
me aquieta el dolor, me aquieta el alma y me empuja a caminar un día y otro
también.
Pero cómo me explico que es mentira lo que
pienso, que la niña que jugaba hace poco con los caballitos de melenas largas,
se ha ido por la puerta de atrás sin decirme nada y me ha dejado sus caballitos
en las estanterías de la cocina perdidos entre libros de recetas y vasos de colores,
cómo me despido de mis niños que se me escaparon jugando para siempre, porque
yo estaba tan entretenida jugando a ser tantas cosas que me prometían invencible
qué ahora me pregunto qué de todo me valió la pena para sentir que no he ganado
nada y he perdido mucho. Aunque ahí están, han vuelto de otra manera, ya no son niñas, aún haciendo
galletas entre ellas en la madrugada que se ha vuelto su aliada, mientras él
mira a escondidas en el salón con velas, los elfos de las películas que le
cautivaban.
Nuevamente no me cuadran las cuentas, siempre
me he excusado diciendo que yo soy de letras, pero ahora ese argumento no me
vale cuando el balance de mi vida no me llena, y siento que el tiempo ha
corrido más rápido que mi sangre por las venas, y este cuerpo se desintegra y
esta vida se desgasta y es tanto lo que aún me queda.
LilianaTA@Diciembre2014