Miriam entró en aquel pasillo de la galería de arte siguiendo
una llamada que no venia del exterior, se desgajó del grupo y sin saber porque,
como abducida por una fuerza invisible, se encontró frente al cuadro de la
abuela chamánica.
Absorta, mientras los ojos de la abuela indígena se
incrustaban en su alma, comenzó a escuchar el sonido del tambor que la anciana
tomaba en sus manos, retumbando en su interior, su sangre se iba alborotando,
los latidos de su corazón se aceleraban, como alegrándose de haberla encontrado, como llamándola para cumplir con su linaje; pero al
mismo tiempo mientras Miriam se dejaba llevar, una veta de sentido común
irrumpía en su trance diciéndole que eso no era posible, ella, una estudiante
de medicina que dudaba de su oficio, de piel blanca como la espuma del mar, de
bucles rojizos como un atardecer austral, no se identificaba con el gesto
austero de la abuela del cuadro, aquella piel oscura, aquella mirada incisiva y
penetrante que traspasaba el óleo, y que la sometió otra vez a ese estado
hipnótico sin darle tiempo a pestañear, envolviéndola de nuevo en un viaje a
las montañas tucumanas.
Allí, asida a la
altiva mirada del halcón se vio así misma descender para verse mujer medicina
de los Mapuches, allí, como en un fogonazo de luz encontró el origen de su
actual vocación, allí se encontró con la mujer anciana del cuadro sentada con
la tribu, sanando con su tambor corazón.
Sintió recuperar la energía que antaño poseía, la fe, la
sabiduría que la naturaleza le había facilitado en otra vida, ahora estaba
completamente segura de lo que había venido a hacer en esta vida, sabría a
dónde recurrir para aliviar el dolor de los cuerpos humanos cuando la medicina
de los laboratorios fallaran, sabría con su tambor como recuperar las almas
perdidas. Al regresar ante el cuadro,
Miriam, sonrió a la abuela mapuche y tras un gesto de agradecido y respetuoso
saludo, salió de la galería, inspirando el aire de la calle como si fuera la
primera vez que lo hacía.
Liliana@Agosto 2015